Jean Meyer // eluniversal.com.mx
El 17 de marzo, en estas columnas, José Woldenberg evocaba la pacífica vivencia en la Ciudad de México de su juventud; cuando llegué a tierra mexicana, en verano de 1962, en calidad de joven turista mochilero, hice la misma experiencia, en todo el país, de día como de noche, en la ciudad, en el campo y en despoblado.
Viajé de aventón, dormí bajo las estrellas, al lado de la carretera, en el andén de la pequeña estación de ferrocarril de Palenque, en la playa de lo que, un día, sería Cancún. En estos años 1960-1980, mi suegra viajaba sola, con seis escuincles, de noche, en su coche, de Aguascalientes a San Blas o a México; luego durante años, en su Valiant, acompañada por un niño o dos, entregaba los bordados de su taller, de Aguascalientes hasta Tula, y de Aguas hasta Santiago Papasquiaro, Durango.
El único peligro para el automovilista, en aquel entonces, era el ganado que andaba suelto. ¿Cuándo se acabó la maravillosa seguridad aquella? Bien a bien, no sé.
Mis hijos todavía crecieron en la calle, con todos los muchachos del vecindario, en Jacona y Zamora, Michoacán. Las puertas de las casas quedaban abiertas todo el día, no había rejas ni bardas, hasta 1987.
En 1990 ya la regla, para quién viajaba de México a Zamora era: si no cruzaste el río antes de las 6 de la tarde, quédate a dormir en La Piedad, porque asaltan después de Ecuandureo. Asaltaban, no mataban.
El narco estaba cada día más presente en Michoacán a partir de 1980, pero aún no nos afectaba. Luego… Las estadísticas cotidianas son tremendas: más de cuatro muertos cada hora en tiempos del Covid-19. Los meses de marzo y abril de 2020 han sido los segundos meses más sangrientos desde que se registra esa violencia.
En los últimos ocho meses, el conteo ha sido de más de dos mil homicidios mensuales. Claro que la pandemia opaca todo y que la estadística cotidiana de las muertes que causa capta la atención, pero de todos modos la violencia homicida tiene tanto tiempo presente entre nosotros, que nos acostumbramos. Resignados, inconscientes, indiferentes, hasta que le toca a una persona cercana. Por lo tanto, la hora del regreso a la normalidad sanitaria será también la llegada a “una nueva realidad poblada por la violencia por nuevos territorios perdidos” en palabras de Héctor de Mauleón.
Uno puede entender que el gobierno haya bajado la guardia durante la pandemia, pero la había bajado desde el primer día con sus “abrazos, no balazos”. El resultado es que el 80% de la población se siente insegura.
La primera función de un gobierno es la de garantizar la seguridad y la libertad de la gente. Sin seguridad, no hay libertad. En los Efectos del Buen Gobierno, hermoso fresco pintado por Lorenzetti en Siena, en la Edad Media, la gura de la Seguridad presenta un letrero que reza: “Sin miedo, que cada hombre pueda caminar libremente, y trabajando, que todos siembren, mientras esta comuna mantenga a esta dama soberana que ha despojado a los malvados de todo poder”.
En medio del fresco, está la Paz. En el siglo XIX, al terminar la unificación del archipiélago hawaiano, el rey Kamehameha dictó su primera ley: “Oh, pueblo mío, honra tus dioses; respeta por igual los derechos de los señores y de los humildes; asegúrate de que nuestros ancianos, nuestras mujeres y nuestros niños se acuesten a dormir junto al camino sin miedo a daño alguno. Desobedece y muere”. (Citado por D. Amecoglu y J. Robinson, en su El Pasillo estrecho, 2020, Crítica, p. 155). ¡Dormir junto al camino sin miedo!
Es lo que hizo mi suegra con sus niños, luego con los míos durante años.
Ahora, en cambio, nos toca “miedo continuo, peligro de muerte violenta, y una vida solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta”, en palabras de Thomas Hobbes, en su libro Leviatán.
Una vida en que uno “se arma y trata de ir bien acompañado cuando viaja, atranca sus puertas cuando se va a dormir, echa el cerrojo a sus arcones incluso en su casa”.
Profetizaba lo que vivimos hoy en México. Sólo le faltó mencionar ADT.
Historiador